A mis amigos

Estoy vacía de todo y no sé qué me pasa. ¿Será el tiempo tan inusual para esta época del año o que las cosas de mi mundo andan patas arriba? Pues creo que de todo un poco. Pero mi mente se niega a embadurnarse en el vacío existente y me siento en mi sillón de pensar, donde a veces me encuentro con mis musas y provista de mis artilugios de escribir que me saludan extrañados ―cuánto tiempo, me dicen―, me dispongo a revolver en mi yo… a ver qué encuentro. Pongo música y escucho, casi sin escuchar, a uno de mis mejores cantautores. Él siempre me hace reflexionar.

Mi musa, de la mano de Alberto Cortéz, me pone ante los ojos  la palabra “amistad”, tiro del hilo y atada a él encuentro la palabra “amor” y pienso, ¿es lo mismo amor que amistad? Pues casi que sí, pero con la salvedad de que el amor es la amistad con mariposas en el estómago.

 Así que, ni corta ni perezosa, sigo tirando de este hilo y él me conduce al corazón, ese estuche donde guardo tantas cosas. Allí descubro el archivo “amigos”. Entonces empiezan a bailar entre mis dedos dirigidos por mi mente, que se va despertando del embobamiento del que les hablaba al principio, todas las ideas del mundo en lo que se refiere a la relación entre personas.

¿Qué seríamos sin los amigos, esos que son nuestra familia escogida? ¡Pues nada! Somos seres sociales por naturaleza y a partir de ahí y a nuestro alrededor surgen todas aquellas situaciones y sentimientos que nos van envolviendo en un mundo confortable, la mayoría de las veces, y vamos creando nuestro pequeño mundo en el que sin duda forman parte importante los amigos.

En ese archivo encuentro escritas en una ficha las palabras respeto, fidelidad, diálogo y perdón. Son los abonos que hacen crecer esta preciosa planta en nuestra alma.

La amistad no tiene fecha de caducidad, aunque la ausencia haga un paréntesis físico, siempre vivencias y recuerdos provocan una cercanía que la mantiene viva. Aunque ese nexo de unión entre personas se deteriore, siempre queda en nosotros ese sentimiento de unidad y de compartir tantas cosas que nos provocan sonrisas y llanto sanador.

La amistad consiste también en dejar ir, tener respeto por las decisiones de alejamiento, permanente o temporal.

Y si no que se lo pregunten a María y a Carmen, siempre unidas casi desde que nacieron, pues sus madres eran amigas. Crecieron como hermanas en un ambiente tranquilo donde el respeto y el diálogo eran el regalo que se hacían siempre y así tejieron una amistad sólida y duradera.

Primero el colegio donde se ayudaban mutuamente, luego la pubertad en la que compartieron las diversiones y los secretos propios de esta época de la vida. Los primeros enamoramientos de la juventud fueron también causa de alegría compartida.

Y así siguieron la amistad hasta que un disgusto entre ambas fue causa de un distanciamiento cada vez mayor que las hizo sufrir. Se echaban la culpa de lo sucedido entre ellas. Carmen no quiso hablar con María y aunque esta quería aclarar la situación, dejaron de verse y sus vidas fueron por distintos caminos.

Pasaron los años y nunca volvieron a hablarse, pero seguramente ese ovillo de amistad que devanaron durante su vida estuvo guardado indemne en el cesto de los recuerdos.

De este modo andaban las cosas cuando un día sonó el teléfono de Carmen y resultó ser la hija de María para decirle que su madre estaba muy enferma. Carmen le preguntó correcta y distante por la enfermedad de su madre, le dio las gracias y colgó. De repente de su interior salieron en tromba todos aquellos momentos y sentimientos que fueron atesorando durante sus años de amistad y el corazón se le estremeció. Esa noche no durmió pensando en los momentos perdidos por no dar su brazo a torcer.

A su vez, María, muy enferma, solo pensaba en su amiga, que siempre había estado en su mente. Ahora, en su enfermedad, le entristecía no volverla a ver. Falló el diálogo. También su preocupación era compartida con el estado de su enfermedad. Le habían comunicado que un trasplante de riñón era necesario para poder sobrevivir. Lo tenía difícil si no encontraba un donante; el tiempo jugaba en su contra.

Una mañana después de desayunar y antes de que viniera el médico a verla, su hija le dijo que tenía una visita muy importante. Su corazón se paró cuando vio a Carmen en la puerta. Sus lágrimas corrían por sus mejillas al encontrarse con sus sollozos. Carmen avanzó hacia su amiga y se fundieron en el más emotivo de los abrazos. Se abrazaban, se separaban y se acariciaban con la mirada, se volvían a rodear con los brazos hablando en el más hermoso y elocuente de los silencios. Mientras esto sucedía, la hija de María salió de la habitación sigilosamente para dejarlas solas.

Cuando las palabras pudieron salir de sus labios lo hicieron atropelladamente, tal era la emoción que sentían, se dijeron en un santiamén todo lo que habían callado y guardado en sus corazones durante mucho tiempo.

Durante una hora estuvieron en este estado de excitación, riendo, llorando, acariciándose con la mirada, al cabo de la cual, apareció el médico para visitar a María. Carmen se despidió de su amiga con un fuerte abrazo prometiéndole acompañarla siempre que pudiera. El doctor venía con una sonrisa, por lo que María y su hija se sorprendieron y se quedaron expectantes. Muy buenas noticias traían el médico por lo que antes de preguntarle a su paciente cómo se encontraba, le dijo que habían encontrado un riñón para ella y que en dos días sería propietaria de un órgano sano.

Carmen estuvo con María a diario y estaba muy contenta de que su amiga por fin tuviera una solución para su enfermedad.

Dos días después, en dos quirófanos contiguos estaban las dos amigas, Carmen donando uno de sus riñones a su amiga y María recibiendo el mejor regalo que Carmen pudo hacerle: una nueva vida.

Si hay buenos cimientos, una amistad no desaparece.

“A mis amigos les adeudo la ternura, y las palabras de aliento, y el abrazo, el compartir con todos ellos la factura, que nos presenta la vida paso a paso”.

Uno de los mejores regalos que la vida nos ofrece es la amistad. Es el mejor antídoto contra la soledad.

Al terminar de escribir este relato, hacía tiempo que había terminado de cantar Alberto Cortez esta hermosa canción de su autoría en la que se refleja lo que se siente por los verdaderos amigos, cuando se llevan en el alma. Pero su voz y sus reflexiones siguieron en mis oídos, adentrándose poco a poco en mi alma.

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