Despierta la ciudad. Tímido, el sol mañanero va reptando por las calles, entrando poco a poco y a hurtadillas. Aquellas recobran vida, se desperezan, y los primeros bostezos aún acompañan al madrugador caminante, suspiros con brío que insuflan aquellos ánimos que no van todavía en el equipaje. El saludo tempranero se repite y va pasando como una contraseña no secreta: ¡Va a hacer calor! Y el paso no aminora su marcha hacia el deber. Reestrenado el día, alguna tímida risa quiere echar ánimos a la jornada. Y poco a poco, la ciudad se vuelve ruido, recobra la lengua de Babel.
Cada zona reconoce su ambiente, sus sonidos y sus aromas. Es otro idioma que habla a su manera la ciudad y permite a cada cual reconocer su zona, su hábitat, como a Chita, la inconfundible llamada de Tarzán. Los naranjos están en flor. La ciudad perfumada, los carruajes a la espera del turista y ante el embrujo del azahar no se advierten, o ya ni importan, las boñigas de caballo, a las puertas de la Catedral. Están cayendo las flores. Estrellas de día cuando se acaba la noche.
Aprisa, los caminantes ya buscan la sombra que les haga menos largo el camino, y se acorta atravesando la plaza donde las hojas secas ponen alfombras bajo los pies y los perrillos se apuran ajustando el paso al del amo. Acaso se pregunten a su modo, si es que todos los pájaros de la ciudad se han reunido allí y andan a la gresca por ver quién canta más y más alto. Las ramas más finas se cimbrean con sus aterrizajes y despegues.
Es un concierto desconcertado que llena la mañana mientras avanza y a nadie molesta casi nunca. Las aves van dejando su firma en la piedra de los bancos, esos que, empapados de inviernos, de risas y lágrimas, son testigos mudos de promesas rotas y dichosos encuentros. Sobre su piedra han dormido las noches y las tardes de sol, o como esta mañana, se despereza el día sin faltar jamás a su cita con la vida callejera. En el kiosco ya huele el primer café de la mañana. Las voces se van adueñando del espacio sin molestar a los trinos y viceversa. Más tarde ya solo se pide bebida fría. El termómetro se dispara.
Y es que el aire se ha dormido y no circula, sino que flota. Parece que se haya vuelto espeso. Y sube la cotización de los rincones frescos. El rumor del agua de riego ya hace rato que ha parado, solo la fuente central repite su eterna canción y cual mágico encantamiento, penetrando los sentidos, se repite sin cesar, llegando a convencer, de que resbala por la piel, refresca las ideas y traspasa los sentidos con húmedas sensaciones de frescor. Allí los niños a jugar con el agua bajo la mirada de la abuela, allí pájaros y palomas a mojar el pico, allí las charlas más ligeras mientras la fuente salpica sin querer con ascuas de luz. Nadie se queja.
Llegando el mediodía, la plaza empieza a quedarse sola con su sopor. El calor parece surgir del piso y es que se ha concentrado en las losas negras que cubren el suelo, pero además el sol sigue implacable bajando a dormir en la plaza donde los árboles son los únicos que no salen huyendo.
Se aplacan las voces que no los ruidos. La circulación, el tráfico que se apuró para entrar, ahora lo hace para salir de la ciudad. Se esparce el olor de los tubos de escape, y comienza la escapada. No obstante, siempre quedan los rincones protegidos, las mesas preparadas, los toldillos extendidos, las ofertas de menús tentadores y la bebida fresca o repleta de hielo, el sonar de una guitarra que ameniza la comida, el fandanguillo y el ansiado descanso a la sombra, la charla o un buen encuentro inesperado. Charla y risa se extienden por las terrazas, de la ciudad, que “la calor” no derrite el alma.
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